
Avancé despacio hacia él. Hacía casi un año que no nos veíamos. Lo vi igual que siempre, quizá un poco más mayor, tal vez unos kilos de más…pero era él.
Nuestros ojos se encontraron. Nadie me ha mirado nunca como él. Nadie. Nunca. Sus pupilas me sostenían, me abrazaban, mucho antes de llegar hasta él.
Se acercó lentamente hacia mí. Yo ya no me podía mover. El cuerpo me pesaba como ropa mojada. Mis pies se habían hundido en un barro inexistente.
Solo le veía.
Su rostro reflejaba alegría, pero lo mostraba con media sonrisa que marcaban sus hoyuelos. Esos dos pequeños agujeros en su piel en los que me podía perder.
Paró de caminar cuando estuvo lo suficientemente cerca como para rozarme con la punta de sus dedos, con el brazo estirado.
Dos lágrimas grandes como el mar brotaron de mis ojos.
Él deslizó su pulgar para recogerlas en el filo de mi mandíbula, mientras acariciaba mi nuca con el resto de sus yemas. El índice me rozaba el lóbulo de la oreja.
Di un paso hacia adelante mientras él levantaba el otro brazo para agarrarme por la cintura. Levanté el rostro hacia él. Esperaba un beso que no llegaba.
Se inclinó hacia mí. Sus labios rozaron mi comisura, con pasión y delicadeza mezcladas homogéneamente. Esperó ahí. Me esperó.
Mientras alzaba mis brazos y abrazaba su espalda ancha, cálida, hice coincidir nuestras bocas. Se acariciaron primero, se abrieron después, y liberaron dos lenguas y una exhalación de aire que explotaba en nuestros pulmones.
Se desbordó la pasión, incontenida. El deseo comenzó a crecer, en forma de un fuego que me consumía. Él abría los ojos y me miraba, de poco en poco, lo sé porque yo hacía lo mismo. Cuando nuestras miradas se encontraban apretábamos más el abrazo, y sonreíamos con cuidado de que los besos no fueran al aire.
En algún momento él comenzó a besarme en las mejillas, y bajó hasta el cuello. Me tomó por debajo de los hombros y me subió hasta su cadera.
Era el momento de irse. Nos excusamos ante el resto, que nos miraba con sorpresa.
Me tomó de la mano y me llevó hasta su coche. Una vez dentro me abrazó, lo hizo tan fuerte que pensé que me iba a romper. Le pedí que me llevara a su casa. Las ganas hacían que le quisiera allí mismo, pero después de tanto tiempo esperando el momento, no quería un polvo en un coche.
Hubo más besos, en el garaje, en el ascensor, en la puerta de su casa, en el recibidor, en el salón…caminábamos lentos mientras el fuego nos salía de las entrañas.
Me llevó hasta su habitación. La de casa de sus padres. Me desnudó con el cuidado de quien destapa un regalo, y acarició cada poro de mi piel, primero con sus dedos, después con su lengua y sus labios.
Tomó el control sobre mi cuerpo jugando con mi deseo, haciéndolo subir hasta casi hacerme explotar, y después bajando de intensidad para lograr de mí ese final conjunto que tanto deseábamos.
Mi espalda tocó las sábanas mientras mi pecho seguía en contacto con el suyo.
Mis piernas se abrieron deseosas de recibirle en mi interior, mojadas hasta los muslos.
Se introdujo en mí despacio, mientras yo subía la cadera para sentirle más hondo. Necesitaba más. Los movimientos frenéticos de mi pelvis provocaron en él el la explosión, y con los espasmos involuntarios de su sexo, alcancé yo el éxtasis.
Se dejó caer sobre mí, agotado, con su cabeza reposando sobre mi pecho.
Le quise más de lo que jamás había hecho.
Hubiera podido morir en ese momento, y no me hubiera importado.
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