Cuando escribí Tierra sobre la memoria había terminado el verano. Un agosto en el que había disfrutado de los atardeceres del pueblo. De mis pasos sobre la tierra del camino. Del ruido de las hojas de la encina, que me amparaba con su sombra del sol inclemente.
Había respirado en el aire la memoria de los que vivieron y disfrutaron de la caída del sol, del trigo blandiéndose a su paso, del polvo en sus sandalias.
Esas sensaciones me llevaron hasta la historia de amor, el amor prohibido de Irene y Arturo. Tan prohibido como puro, como real, como inquebrantable.
Ahora son ellos los que me acompañan en los atardeceres rojos.
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