—Teniente Sanahuja.
Oigo una voz profunda que no reconozco al otro lado del teléfono. Miro la pantalla de la BlackBerry. Número oculto.
—¿Sí?
—Mi teniente, soy el cabo López, ordena el coronel Nadal que la llame.
—Sí, sí, dígame.
Me siento en la cama aguantando el móvil con una mano; la otra, apoyada sobre la almohada. Tengo los tirantes de la camiseta de algodón pegados al cuerpo y un pecho me asoma por el escote. Me recompongo con la mano libre y miro el reloj. Las cinco y media. No he dormido ni tres horas. Me limpio el sudor de la frente con el dorso de la mano, aturdida, y enciendo la luz para tratar de despejarme.
—Ha debido ocurrir algo muy grave para que me llame usted a estas horas de la madrugada.
—El coronel Nadal ordena avisarla por el hallazgo de un cadáver en la playa de Cullera. La necesitan allí.

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