Estaban tan cerca el uno del otro que, cuando ella levantó los ojos, se encontró sumergida en el mar de los de él. Se detuvo el tiempo, la respiración y el latido.
Él se acercó despacio, la besó con los labios flojos, con la voluntad fuerte. Ella respondió con deseo, apretando su boca contra el calor. Anheló que él correspondiera con avaricia, sin mesura. No sucedió.
Sin embargo, la cogió del brazo, con fuerza, rozando el límite entre el placer y el dolor.
Estiró de ella hasta el rincón más oscuro, a lo que respondió con ese deseo que durante tanto tiempo había alimentado. En sueños, en su soledad, en su pensamiento.
Tomaron del otro lo necesario para saciar su fuego.
Satisfechos, se besaron.
No fue tan dulce, ni tan romántico.
Los ojos de él siguieron hipnotizándola durante mucho tiempo. Días, meses, años. Juventud, madurez.
Esa frontera entre el placer y el dolor se desvaneció lentamente.
Cuando el dolor arrebató al placer su derecho a estar, ella ya no supo donde ir, salvo a ese rincón oscuro entre sus brazos.
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