
Me fijé en la escarcha que soportaban las hojas de las plantas que enmarcaban la linde del camino.
—¿No crees que lo deberías pensar un poco más? —cuestionó Zaida, mi hermana mayor, mientras cambiaba mi foco de atención a sus ojos marrones, escondidos por su frente agachada.
—No sé, yo creía haberlo pensado bien.
—Insisto, debes recapacitar, Arantxa. Marcharte tan lejos no hará que te olvides de él.
—Siempre será mejor que permanecer aquí, en nuestra ciudad, en nuestro hogar.
—No lo olvidarás por lejos que te vayas.
—¡Por supuesto que no! Tampoco lo pretendo.
Volví a centrarme en aquella planta que en sólo unas horas ofrecería un aspecto totalmente distinto. Tenía unas flores moradas preciosas que empezaban a mostrar en plenitud su viveza, y que me trajeron el recuerdo de una corona. La que habíamos encargado el día del entierro de Pablo. Estaba formada por tulipanes morados. Su flor y su color favoritos.
—Me iré donde gobierne el frío. No quiero más playa. No más sentir esa temperatura de marzo que disfrutábamos juntos. Me iré a un lugar donde siempre sea invierno. Donde reine el frío y la oscuridad. Donde mi corazón comulgue con el paisaje.
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